La primera es desde la herida en la infancia, que se traduce en ser víctima, en repetir patrones que impiden avanzar de una manera sólida, recreando una y otra vez situaciones que tienen como común denominador el miedo, la frustración, el enojo y la devaluación. Esta forma es una forma en que aprendimos a sobrevivir y continuamos con la idea que seguirá funcionando.
La segunda forma es desde una adaptación, misma que se da al aprender de nuestros padres o situaciones que, de manera automática conseguimos manejar favorablemente, aparentemente esta forma pudiera ser más funcional que la anterior, ya que se maneja las situaciones de una forma “bien vista”, adaptada, sin embargo, no deja de ser automatizada y al igual que la anterior se vive también la queja, una queja que pareciera “adulta”, sin embargo, tiene todos los tintes voluntariosos del niño que se la ha aprendido de memoria y eso hace que asumamos que esa forma seguirá sirviendo para solucionar todos los problemas.
Estas formas la persona las vive como una separación de su verdadero ser, de aquí que aparece la tercera forma.
Esta forma es la de un adulto funcional, el cual puede observar tanto la herida, como el introyecto y puede cuestionar internamente esos patrones y decisiones que se tomaron en el pasado y optar por una nueva opción en el presente, consciente, aunque sea la misma, si, aunque sea la misma decisión, o una nueva, sin embargo, esta nueva decisión es el resultado de un ejercicio ético en el cual se responsabiliza de lo que elige, asumiendo los riesgos sin la queja de la herida o de la automatización, sino del adulto libre y pleno.
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